07/12/2002 Reproches en la otra orilla del río Miño
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- Caso Prestige
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Los pescadores portugueses descalifican al Gobierno español mientras aguardan la marea negra
En Portugal, el chapapote se llama “maré negra”, e intoxica, mancha y cabrea igual.
Cerca de mil familias viven de la pesca en el Miño portugués. Los pescadores y los mariscadores, en Caminha, en la cara sur de la desembocadura, esperan la “maré negra” atrincherados y de mala gana. La culpa es del Gobierno español, dicen, y por eso conviene acercarse a la zona en silencio.
Los periodistas foráneos no pueden preguntar; los políticos, mejor que no se dejen ver. En el caso de los autóctonos, bueno, esa ya es otra cosa: el viernes, Durao Barroso, el primer ministro portugués, dijo adiós entre aplausos tras visitar el litoral y declarar que la situación le preocupa “pero no en exceso”.
A día de hoy, Dios y los vientos, que soplan de NE, le están echando una mano a los portugueses. Pero por si acaso, las barreras para el fuel se estiran a lo largo de los bancos, amplios y deslumbrantes.
En Caminha, que es una luminosa villa de mar de 3.000 habitantes, siguen pescando. “No tenemos otra alternativa; si se acaba la pesca, ¿qué vamos a hacer? Ese petrolero sólo ha traído desgracia. Por su culpa, aquí la gente no duerme”, dice una pescadera de la lonja.
Es un mediodía de invierno, y el sol forma colores y sombras radiantes sobre la arena de la playa. El helicóptero, en su vuelo, roza las barcazas de pesca, que están varadas. Un grupo de remeros rema a toda velocidad, río arriba. Los curiosos siguen su trayectoria. Cuando pierden la canoa, entonces se vuelven hacia los veinte voluntarios de limpieza que charlan, se discuten, se pasean alrededor de las grúas, entran y salen de las barcas, todas de nombres castellanos, como Miguel o Dolores. “Esperamos órdenes”, dicen. Y esperan y esperan, curiosos, marineros, pescadores, vecinos de Caminha. Hasta que aparece un superior, en un impermeable del Servicio de Combate a la Polución, y suelta las órdenes, “¡todos a bordo!”, antes de atender a la prensa local.
Lo hace con seriedad, en un tono suave y cortés, aunque se metamorfosea luego, cuando le aborda un periodista foráneo. “¿Usted ha visto las barreras, las ha visto?”, nos pregunta. Asentimos. “Pues entonces sabrá cuál es nuestra situación. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo”. Bragado Fernandes, dice que se llama, antes de desaparecer.
La mancha, a Caminha, no ha llegado aún –ayer acarició la costa de Viana do Castelo, 25 km más al sur–, pero los técnicos opinan que las barreras, dos piezas de 200 metros cada una, son cortas. Hay que estirar un par más. Las maniobras abren un debate entre los curiosos, que fuman puros y conversan entre sí. “Si los vientos soplan hacia el suroeste, la corriente se llevará la 'maré negra' mar afuera”, dice uno. “Las barreras están mal puestas –dice otro–: así, el petróleo se meterá en la playa”. “El gobierno español tiene la culpa –añade el primero–. Tenía que haber llevado el petrolero a puerto y punto”. Bragado Fernandes, que los oye, asiente.