Comillas. La villa ballenera que termino en villa de arte.
Si metemos en una coctelera turística los componentes, precursor del modernismo catalán, Universidad Pontificia, numerosas joyas arquitectónicas, rasgos medievales en su casco urbano y un entorno natural envidiable, no hace falta pensar nada más. Atracción para el viajero, y así es, una de las villas cántabras que recibe más visitas y de los lugares más interesantes de esta Comunidad.
Un rico indiano, Antonio López y López primer Marqués de Comillas, propició como mecenas de varios artistas catalanes cuando el modernismo era una tendencia en embrión. Martorell, Doménech i Montaner o el mismísimo Gaudí entre otros hicieron realidad parte de sus sueños artísticos en una pequeña villa del norte y que después alcanzó éxitos reconocidos en su tierra natal.
La cita de monumentos llevaría muchas líneas ya que nos dejaríamos obras pictóricas, estatuas, mobiliario etc.. Solo citar “El Capricho” y la “Puerta de los Pájaros” del que Gaudí fue autor, la “Universidad Pontificia” de Luis Doménech i Montaner.
El origen medieval de la Villa se refleja en la peculiar arquitectura civil y la trama urbanística de sus calles empedradas, dispuestas en torno a la iglesia, a las plazas o corros. La Villa de Comillas está declarada conjunto histórico-artístico.
Un entorno natural privilegiado, donde se integra paisaje costero, con protagonismo para sus playas, acantilados y la joya de la corona, Ría de la Rabia con paisaje de interior, donde mandan verdes antes de otra joya, el Monte Corona.
Una de las actividades principales de Comillas fue la captura de las ballenas. Eran oteadas desde las atalayas y desde ellas el atalayero daba el aviso con señales de humo, cuernos o banderas.
Las pinazas se votaban, con el arponero en la proa. Lanzado el primer arpón, el cetáceo quedaba herido y unido a la barcaza por la cuerda, lo que facilitaba que el resto de embarcaciones desangrasen al animal hasta que, debilitado, podía ser conducido a tierra.
Ya en la playa, en la conocida como “Piedra de la Ballena” era despiezada. El primer trozo era para el atalayero, una parte para la Iglesia y otra para el Ayuntamiento. Luego, era transportada a la Casa de la Ballena y a las cabañas, donde se procedía a su transformación en aceite o saín.
En 1720 concluyó la actividad ballenera, pero fue tal la fama de los arponeros comillanos que 60 años después, aún eran reclamados en Canarias.